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jueves, septiembre 28, 2017

Solo

Si echo la vista muy atrás, medicina sanísima para conocerse, encuentro en episodios de mi adolescencia más temprana las claves de la persona que soy hoy. Descubrir mi sexualidad, con espanto, supuso asumir ya muy joven que en la vida uno está fundamentalmente solo. No había cómplices en quien derrumbarme, o no supe encontrarlos, de ahí que entendí que las decisiones nadie las iba a tomar por mí. Todo se volvía clandestino a la vez que deslumbrante. La vida se me ofrecía en carne viva con guiños que sólo podía ver yo.

Esa comprensión amarga de la soledad del hombre, una visión diáfana de la encrucijada de estar vivo, supuso un combustible potente para investigar respuestas que no se buscan a esa edad; aquélla en la que uno vive ensimismado por el grupo y la familia, cuando es difícil adivinar todo el peso de la existencia.

Sudar esa soledad temprana implicó descubrir claves inocentes pero rotundas. Si uno es consciente de que la única persona con la que vas a compartir con seguridad todo tu futuro eres tú mismo, comienzas a comprender que no debes esperar que nadie salga al rescate. Desaparecen los lamentos hacia los demás, porque visualizas con claridad que el motor de todo está en ti.

Toda la vida está en uno.

Entiendes entonces que debes de cuidarte. Para ser grande. Porque si eres pequeñillo la vida se transforma en pequeñilla. Si no te cuidas la vida no te cuida. Si me encerraba en mi habitación, ella no vendría a sacarme de paseo. La vida era yo, por lo que cuanto más valor me diese mayor riqueza tendría mi vida.

Asumir ese axioma brutal fue un descubrimiento que me hizo valiente. Me gustaba el vértigo de decidir, de opinar, de posicionarme, de aprender a equivocarme, de embarcarme en proyectos de futuro. Porque, además, comprobaba que esa vida, que se iba haciendo grande en mí, me hacía más atractivo a los ojos de la gente, de esas otras islas que, asomadas a su balcón, se cruzaban en mi camino.

Comprendí que una persona fuerte es enormemente interesante. Aquélla que no espera nada de los demás y que vive sin miedos atávicos.

Fue entonces cuando alcancé a ver, con alegría, que no estaba tan solo.

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