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martes, enero 10, 2017

Baile

Siempre he pensado que disfruto de una doble vida por mi capacidad para retener los sueños, para disfrutarlos una vez despierto y volver a ellos cuando quedan hilos pendientes al abrir los ojos. Reconozco paisajes deformados que sólo son de ese otro lado, escenas repetidas que retratan mis obsesiones, personas que me buscan a través de ellos.

Desde la reciente muerte de mi padre, tengo la suerte de recibir su visita a menudo en ese mi otro yo que transita a otros ritmos que el de por estos lares.

Compartía con mi amigo Esteban uno de esos sueños recurrentes, en que él se me aparece de forma dramática, arrastrado por un torbellino de agua, con los brazos estirados, pidiéndome ayuda a mí, que desde tierra firme lo consigo agarrar, incapaz de salvarlo, de traerlo conmigo. Brazos estirados contra brazos estirados, entrelazados.

Cerré los ojos para explicarlo, simulé la escena y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Aparecía mi padre con el torso desnudo, agarrado a mí, sosteniéndose de pie a duras penas. Eran las urgencias del Virgen del Rocío, su corazón débil no conseguía evacuar el líquido de su pleura y le pinchaban por la espalda para quitarle ese agua que le encharcaba los pulmones sin dejarle respirar. A mí se me dormían los pies aguantando la posición sin moverme, para retenerlo firme, apoyado en mí, mientras la botella se llenaba de litros de líquido turbio, en tanto yo miraba de reojo su delgadez y le sonreía palabras de ánimo.

Yo sostenía a mi padre, que sentía una vez más la liberación de poder abrir el pecho para respirar, frágil, con todo el peso de su vejez encima, agarrando fuerte a su hijo, que hacía de padre. Y me decía, apretándome fuerte:

-Qué baile más bonito nos estamos pegando.

Hay muchas noches en que el agua lo arrastra para bailar conmigo, pero no lo puedo retener.

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