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miércoles, junio 22, 2016

Ámsterdam

Este verano vuelvo a una de mis ciudades fetiche: Ámsterdam.

Siempre me prometo conocerla en invierno, pero siempre acabo volviendo en verano, cuando una marabunta de gente escandalosa la pasea como un parque de atracciones.

Es igual. También me gusta Venecia a pesar de las multitudes cruzando el puente de Rialto o Estambul y las aglomeraciones del Gran Bazar.

Iremos con mi hermana Raquel e Iván; ya tenemos los billetes de avión, los hoteles y los pasajes de tren que nos permitirán comenzar la ruta en la coqueta Lille, para atravesar territorio belga en múltiples paradas por Bruselas, Gante, Brujas y Amberes.

No sé quién está más ilusionado, si los que van por vez primera o quienes repetimos por enésima vez este viaje por ciudades empedradas llenas de canales donde las cervezas casi se mastican.

Sueño con el rato que pasaremos viendo el políptico del Cordero Místico de Van Eyck en la catedral de San Bavón gantesa, o con las carreras que se pegará Iván en el parque Leopoldo de Bruselas mientras buscamos la pagoda, o la cena que nos tenemos prometida en el Kleine Zavel de Amberes desde que lo descubrimos hace años. O volver a hipnotizarme con la diminuta lechera de Vermeer en el Rijksmuseum.

Viajar también es anticipar los días que se disfrutarán.

La otra noche, esperando en la barra de un bar a unos amigos, no pude sustraerme a la conversación de dos mujeres. Hablaban de organizar un viaje e iban descartando ciudades sin contemplaciones:

-Ahí ya he estado.

Haber estado es un argumento muy endeble para desechar una nueva aproximación, seguro que sorprendente, a las ciudades que un día te enamoraron.

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