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lunes, marzo 14, 2016

Tacataca

No es nuevo en mí declarar mi amor por las mañanas de los sábados; aquéllas sin obligaciones en que me despierto a buena hora y tengo todo el tiempo para pasearme la ciudad, comprar el periódico y sentarme en un café a leerlo hasta casi memorizarlo, yendo y viniendo de las páginas de Cultura hacia las de Internacional pasando por las de Opinión.

Esta pasado sábado no podía ser menos. Recién duchado, tras una espléndida noche de viernes, atravesaba la Gavidia para ir al Starbucks de la Campana, en cuyo 'soberao' últimamente encuentro mi refugio donde el mundo se detiene para sumergirme en él, escondido entre papeles, a tumba abierta.

Cruzaba esa plaza una señora mayor, muy entrada en carnes, profusamente maquillada y maqueada, con un cigarro en la mano izquierda, empujando un carrito de bebés. Iba a un paso lento en el sentido contrario al mío. Me dio por observarla en tanto avanzaba hacia mi desayuno, observar su andar pausado y su coquetería, algo que me llevaba a reflexionar acerca de la grandeza de creer en uno mismo, de quererse.

¡Qué más dan los años ni los kilos, si uno se siente guapo!

Conforme me acerqué, en ese cruce a paso lento, comprobé que tras las sábanas removidas no había niño ninguno, ni siquiera un muñeco. Ella vio mi mirada, apoyada en un cochecito que avanzaba a duras penas, y yo pude comprender que la coquetería era más extrema de lo que yo pude intuir.

Esa mujer, abuela simulada, no podía con su cuerpo.

1 comentario:

Fesaro dijo...

Eso es buscarse las vueltas para renunciar al entierro social al que sometemos a nuestros mayores