Contaban mis hermanas que mi padre, cuando se cansa de comer, ver la tele o de una charla, suelta un ¡ea! de cierre y se escapa.
Es hermoso el aprendizaje natural que recibimos desde pequeños, cómo nos mimetizamos con nuestros progenitores y vamos adquiriendo tics de ellos que conservamos de por vida, por muy diferentes que sean nuestros caracteres y distintas sean las visiones de las cosas que tengamos.
Recuerdo el día en que visitábamos las Grutas de las Maravillas en Aracena, mis hermanas, Iván y yo. El guía nos iba explicando cada espacio, remodelado para celebrar el centenario de su apertura al público, prestando mucha atención a recordarnos las medidas de seguridad para evitar resbalones y golpes en la cabeza. Delante de nosotros iba un padre joven con su hija pequeña, de tres o cuatro años. Cuando el monitor indicó que tuviéramos atención a un pasillo con el techo bajo, el hombre agachó la cabeza para atravesarlo y su hija, que no levantaba medio metro del suelo, también.
Yo oigo a mi padre decir su ¡ea! y me veo a mí. No dentro de cuarenta años, sino ahora, en mi vida actual, con mis amigos y en mi trabajo. Cuando algo me aburre o me cansa salta el Navarro impaciente que tengo dentro con su ¡ea! incontenible.