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miércoles, diciembre 30, 2015

Arrecife

Estos días de relax en que aprovecho para ver algo más de cine me topé con 'El Arrecife', buscando entre películas de suspense. Una producción australiana mala malísima. O no. Porque me fastidió la siesta. ¿Cómo definimos la calidad de una película? Si es por su factura, este 'The reef' se llevaría un 2 sobre 10; en cambio consiguió retener mi atención y dejarme pensando el resto del día sobre la naturaleza humana. O animal.

Me explico.

El guión es simple y, para más horror, basado en hechos reales. Dos parejas de jóvenes se embarcan en un velero para visitar un arrecife lejano. El barco se encalla contra una barrera de corales a la vuelta y vuelca. Deciden que no pueden aguantar mucho tiempo sobre la quilla del velero sin que éste se hunda, por lo que se lanzan a nadar hacia lo que consideran que puede ser el itinerario que les llevará a una isla que no se ve en el horizonte.

Tres cuartas partes de la película consisten en acompañar a esa cuadrilla tratando de alcanzar su objetivo en un océano plagado de tiburones.

Es el enfrentamiento en condiciones de indefensión contra una fiera sin más sentimientos que el ansia de matar. No hay negociación posible y apenas planteamiento que no sea nadar en grupo y lo más rápido posible hacia un objetivo incierto.

Quizás el reflejo de situaciones a las que nos enfrentaremos muy a nuestro pesar en el futuro, sin necesidad de océano ni tiburones. Situaciones que vive gente desconocida o no tanto en el momento actual. Nadar rápido sin defensa escapando de su particular tiburón, bizco y dentudo, sin corazón.

domingo, diciembre 27, 2015

Pena

Intento aplicarme una máxima: nunca des por supuesto el estado de ánimo en el otro. Lo hago porque, incluso en quien menos te imaginas, pueden circular las mayores tragedias personales ocultas tras una sonrisa o un semblante neutro. Tragedias que pueden pivotar en torno a complejos físicos, enfermedades reales o ficticias, ansiedades o frustraciones, timideces estrambóticas o miedos irreprimibles.

Cuanto más cerca tuya está el otro más fácil es que las palabras desanuden esos terrores internos que impiden respirar a pleno pulmón. De ahí que uno, pienso, deba estar atento a los signos, sutiles la mayoría de las veces, que denotan que alguien querido, o cercano, se reconcome por dentro.

Eso no me impide, sin embargo, huir de los profesionales de la pena, de aquéllos que no han querido trabajar en su vida su parte sana y llevan todo el día puestas las gafas de ver nubes negras. Los del 'no' por respuesta y la excusa por bandera, que venden su sonrisa a precio de oro sin tú siquiera querer comprarla.

Suelen ser, estos profesionales del drama, los que justifican tu buen humor en malas prácticas, tus ganas de vivir en falta de principios o excesiva ingenuidad, y que se regodean anunciando los males que vendrán en cuando te descuides. Los del 'ya te lo dije', que disfrutan con los batacazos ajenos.

Gente que no se entera de que no son centro del mundo y que pasan por la vida haciendo menos fácil la vida de los demás, vendiendo banderas negras.

miércoles, diciembre 23, 2015

Defectuoso

Es tan desagradable como sano reconocerse defectuoso.  Que te relaten tus puntos flacos mirándote a los ojos es jodido, pero si lo hace quien bien te quiere esa crítica se convierte en una palanca de crecimiento enorme. Aspirar a la perfección es humano, asumir que nunca se consigue también; de ahí que sea importante trabajar tanto el camino para llegar a ella como la asunción de nuestra realidad mundana.

Y en qué consiste ser defectuoso, me planteo. En no alcanzar el equilibrio de lo que uno espera de sí mismo, me respondo.

Si yo admitiera, entonces, que mi grado de perfección va unido a mi objetivo vital, podría concluir que esa idea de excelencia tendría mucho que ver con la legítima aspiración a ser feliz; lo que me plantea un nuevo dilema: quien espera poco de sí mismo tiene cercana la satisfacción personal. La felicidad de los tontos.

Cuanto más queremos crecer, más lejana colocamos la meta. Puede deducirse entonces que cuanto más nos exigimos más infelices nos hacemos o, razonado a la inversa, cuanto menos nos importe el mundo y nuestro papel en él, más fácil será vivir en paz.

Es a estas alturas de mi relato cuando me rebelo, y cuando me digo que la felicidad no está en la meta y en la consecución de los sueños, sino en disfrutar del proceso que supone vivir para tratar de convertirte en esa persona interesante, lúcida, generosa, humilde, leal, brillante y atractiva en que nunca te transformarás.

jueves, diciembre 17, 2015

Terraza

Con la excusa de recoger un certificado que había llegado a mi nombre a casa de mi padre, a pesar de llevar casi veinte años sin vivir allí, me presenté ayer tarde sin avisarlo.

Vi la luz encendida, aparqué y llamé al telefonillo del portal, planteándome, como casi siempre, que tengo que visitarlo más.

Oí el ruido de la persiana levantarse, las puertas de la terraza abrirse y, durante unas décimas eternas de segundo, esperé a que se asomara al balcón para alegrarse con mi inesperada aparición.

-¡Hombre, Borete!

Pensé, como se piensa en esos momentos en que todo se arremolina en tu cerebro, en que no estará lejano el momento en que esa imagen no será posible y recordé, con la fuerza de las imágenes desordenadas que se precipitan en la cabeza, en las miles de veces que lo vi llegar, asomado yo a esa terraza de barandilla de hierro, en los tiempos en que era el hombre fuerte, alegre y cariñoso que cuidaba de sus niños, en los tiempos irrecuperables en que salíamos corriendo al oír el ladrido de los perros para recibirlo cuando venía del trabajo con su maletín de cuero y nos peleábamos por que nos cogiera en brazos. Esa infancia tan feliz en que lo veía quedarse dormido en el sofá viendo el telediario antes de volverse a trabajar, esos tiempos en que le agarraba la mano a mi madre cada noche cada uno en el rincón de su sofá. Y los vendavales de tragedia que nos acecharon cuando la enfermedad se fue llevando a su mujer poco a poco, sin que el profundo amor por su rubia pudiera contener a la muerte de mi madre. Mis años difíciles de universidad en que nos quedamos en esa casa tres hombres solos, a base de croquetas de freidora y latas de cocido madrileño mientras él trataba de recuperar la vitalidad de siempre en su jubilación precipitada buscando el amor en otras mujeres. El abrazo enorme y torpe con que me rodeó cuando una llamada de teléfono confirmó que empezaba a trabajar en Renault. El día en que se asomó a ese balcón para ver a su hijo con su Clío blanco recién estrenado. Sus lágrimas cuando un día le confesé todos mis miedos y él me confirmó su amor incondicional de padre. La mesa de camilla, los perros, sus libros de historia y los apuntes infinitos sobre árboles genealógicos de Reyes de España.

Asomaba un viejo por ese balcón para encontrarse a su hijo por sorpresa y yo, subiendo las escaleras de mis primeros 30 años de vida, tuve que contener mi emoción, porque él me esperaba, delgado y con la respiración forzada, con sus babuchas, en las puertas de mi casa de siempre.

Disfrutar de esas décimas de segundo infantiles esperando que asomara mi padre... Es un regalo más que me ofreció ayer tarde esta extraña vida. Un regalo espléndido, desmesurado, apilable en los pliegues más recónditos de mi memoria futura, al que pienso recurrir cada vez que quiera y con abuso, como una pastilla de amor natural sin contraindicaciones.

lunes, diciembre 14, 2015

Fantasmas

Es ante determinadas circunstancias que tocan lo personal cuando tu relación de afecto con los demás se pone a prueba.

Ahora que tengo muy recientes las presentaciones de mi novela Huyendo de mí por diferentes ciudades españolas, se me viene a la mente el recuerdo de un tipo encantador, madrileño, al que conocí cuando él regentaba un chiringuito en El Palmar. Un día de invierno le comenté que presentaba mi novela Andrea no está loca en el Café Galdós, de Madrid, con idea de que él acudiese si andaba por allí. Hablamos de siete años atrás.

Por teléfono me contestó que por supuesto contase con él, pero no sólo eso, me interrogó acerca del público al que iba dirigida la novela para que él pudiese hacerse una idea de a quién llevarse con él.

Le hablé del carácter intimista de la historia, que transcurría en Nueva York y que su línea argumental tenía mucho que ver con cómo las vivencias que nos marcan en la infancia moldean casi siempre nuestra madurez.

Él no necesitó saber más.

-Te lo puedo llenar de diputados del Congreso, que coge cerca, o con media escuela de teatro. ¿Cuánta gente tienes como tope? ¿Cien? ¿Quinientas?

El acto se desarrolló en un ambiente cálido y relajado, en pleno invierno. Fue Montse quien presentó la novela y allí estuvieron muchos de mis incondicionales, además de tertulianos de una web literaria, mi amigo Isaac vendiendo libros con Jota, Guillaume, recién llegado de París, mi amigo Jose de Ecija y su pandilla madrileña... Nada de diputados ni estudiantes de teatro. Ni quinientos, ni cien, ni diez, ni uno. Mi amigo encantador de los chiringuitos gaditanos tampoco. Ni un mensaje, ni una disculpa, ni un interesarse por cómo fue.

La noche se alargó entre copas hasta casi el amanecer.

No sé por qué esta tarde tranquila me acuerdo de tanta gente sencilla y cercana que me ha acompañado estos días porque me conocen, porque saben de mi amor por la escritura, lo haga mejor o peor, y porque me quieren. Gente, en buena parte, que nunca iría a un evento de este tipo, ni se leería una novela como las que escribo, pero que me demuestra con gestos como el de estar a mi lado que me quieren.

Para todos ellos, mi amor y mi agradecimiento.

jueves, diciembre 03, 2015

Francés

Aunque nos lo proponemos cada vez que nos coge el toro, siempre me veo dándole clases de francés a Iván el día antes de sus exámenes, con toda la materia acumulada y el tiempo en contra.

Va aprobando, pero raspado. Él es práctico. No pone interés en la pronunciación porque el examen es por escrito ni se preocupa por vocabulario nuevo que le voy introduciendo, 'porque eso no cae'.

Con una letra desastrada como la de su madre, da trescientas vueltas al boli, dos vueltas de campana sobre el sofá y le pega tres pellizcos a cada gato antes de escribir la respuesta a cada uno de los ejercicios que le planteo.

Cuando mejor entran los nuevos temas es cuando cogemos corcho, cartulinas y chinchetas, o si llenamos la mesa de objetos 'que sí entran en el examen'. El único inconveniente de cuando estudiamos jugando es que le entra la risa floja ante cada nueva prueba que le planteo.

Cada vez que termina un examen de francés le escribo un wasap para comprobar si hemos aprobado, porque es una cuestión en primera personal del plural, de ego, que mi sobrino no suspenda esa asignatura.

Él, con sus doce años, sólo está atento a buscar un hueco entre los imperativos y los adjetivos demostrativos para enseñarme con cuántos muertos ha acabado la última partida de su X-box o los vídeos chorras de animales salvajes doblados en Youtube. El de la marmota es buenísimo.

Qué edad más cándida, qué difícil ver la grandeza de aprender una lengua tan hermosa con esos años, mientras yo pienso en la de veces que me lo llevaré de viaje por París en cuanto su madre nos lo deje llevárnoslo a disfrutar del placer de conocer otras culturas.

-Pronúnciame bien 'voiture', Iván.

Él me mira con cara de perdonarme la vida y contesta, saturado:

-'Ya le vale a estos franceses'

miércoles, diciembre 02, 2015

Perfección

Uno de los profesores de los que guardo mejor recuerdo se llamaba Antonio Sanz, al que tuve en un período de al menos tres cursos seguidos en los primeros años de la EGB. Hombre educado y respetuoso, aparecía tras un período terrible con maestros de lengua larga y mano suelta a quienes yo veía con temor, a pesar de yo ser un niño tan bueno que no me llevaba una galleta a no ser que fuera por rebote.

Desde esos tiempos de Antonio Sanz, don Antonio, ya tuve clara una decisión en mi vida: no quería ser profesor.

Es algo contradictorio si me analizo como amante de la enseñanza. Me he llevado años dando clases de francés a mi sobrino Iván y siempre he disfrutado preparando técnicas o juegos para enseñar en las muchas ocasiones en que me ha tocado dar clases particulares a mi hermano, mis primos, amigos o, ahora, mi sobrino.

Me encanta explicar de forma pausada y estructurada acerca de temas que domino. Tal vez tenga que ver con mi predilección por el entregar frente al recibir, además de admitir lo hermoso de ver los ojos abiertos de alguien de quien has conseguido captar la atención por completo y está entregado a introducir en su mochila conocimientos de por vida.

¿Por qué, entonces, deseché tan de pequeño la enseñanza como profesión?

Recuerdo la maldad, seguro que minoritaria, de los alumnos más conflictivos. Desde la atalaya de mi pupitre escuchaba los comentarios sarcásticos, las preguntas envenenadas y las risas soterradas ante cualquier apuro, desliz o error del profesor de turno.

Me puede la perfección, y a lo largo de mi vida de estudiante conocí pocos profesores 'perfectos'.

Abandoné la idea de ser profesor porque endiosé desde muy pequeño el oficio y su alta responsabilidad. Enseñar implicaba una ejemplaridad tan grande, un dominio de los tiempos, del trato individualizado, de la preparación de temas y traía consigo tanto de ascendencia sobre los alumnos que escrutaban con ojos llenos, que mi imaginación naif de futuro adulto no llegaba a abarcar tanta capacidad en mí para ser perfecto y soportar la presión de serlo y no fallar.