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martes, julio 28, 2015

¡Ea!

Contaban mis hermanas que mi padre, cuando se cansa de comer, ver la tele o de una charla, suelta un ¡ea! de cierre y se escapa.

Es hermoso el aprendizaje natural que recibimos desde pequeños, cómo nos mimetizamos con nuestros progenitores y vamos adquiriendo tics de ellos que conservamos de por vida, por muy diferentes que sean nuestros caracteres y distintas sean las visiones de las cosas que tengamos.

Recuerdo el día en que visitábamos las Grutas de las Maravillas en Aracena, mis hermanas, Iván y yo. El guía nos iba explicando cada espacio, remodelado para celebrar el centenario de su apertura al público, prestando mucha atención a recordarnos las medidas de seguridad para evitar resbalones y golpes en la cabeza. Delante de nosotros iba un padre joven con su hija pequeña, de tres o cuatro años. Cuando el monitor indicó que tuviéramos atención a un pasillo con el techo bajo, el hombre agachó la cabeza para atravesarlo y su hija, que no levantaba medio metro del suelo, también.

Yo oigo a mi padre decir su ¡ea! y me veo a mí. No dentro de cuarenta años, sino ahora, en mi vida actual, con mis amigos y en mi trabajo. Cuando algo me aburre o me cansa salta el Navarro impaciente que tengo dentro con su ¡ea! incontenible.

jueves, julio 23, 2015

Quererse


Hace unos días pasé un nuevo maravilloso fin de semana en Barcelona.
Un día antes de irme, una persona cercana me hizo el comentario tajante de que él no quiere oír hablar de catalanes.
-¿Estás de acuerdo con que se independicen? –le pregunté a continuación.
-Por supuesto que no –me respondió.
Traté de reconducir la conversación antes de interrogarle acerca de las razones por las que se opone a la independencia de un pueblo al que desprecia. Compartí con él mi teoría de que yo hago mucho más por la reconciliación mostrándome como soy, un andaluz dialogante, de mente abierta y afable con ganas de tomarle el pulso cada cierto tiempo a esa tierra, que no gente que presume de un patriotismo rancio que recuerda a los maridos que quieren tener a la mujer en casa y controlada, aunque sea atada a la pata de la cama.
No reconocer que hay un conflicto es de miopes, tanto como asumir que los problemas desaparecen por sí solos resulta una ingenuidad imperdonable en nuestros gobernantes.
No todo es la ley y la Constitución, por muy convencidos que estemos de que el respeto a nuestro sistema es la mejor forma de convivir. También está el afecto, los afectos. Decir un te quiero a tiempo siempre es buena medicina.
Estamos en una espiral peligrosa que hay que desactivar, y no vale siempre decir que el malo es el otro. Tenemos que ser consecuentes con nuestros deseos. A los indepentistas y los independizadores será difícil hacerles cambiar de opinión, pero al resto, que somos muchos, nos vendría muy bien dar el primer paso de humildad, olvidar los despropósitos de quienes se recrean en los agravios y reconocer que si queremos una España amable e integradora tenemos que querernos, y decirlo alto y fuerte:
Catalunya, t’estimo!

lunes, julio 13, 2015

Perdón

Hay placeres en la vida más allá de la comida, el sexo o viajar, menos evidentes, más complejos, que producen una felicidad invisible aunque tal vez más auténtica, menos pasajera, que te llevan por caminos íntimos de plenitud no necesariamente compartidos ni explicables.

Hay uno con dos vertientes, activa y pasiva, que es especialmente enriquecedor: el perdón.

Tanto el darlo como el recibirlo, el acto de contrición en sí, fuera de axiomas judeocristianos, es realmente placentero, produce un cosquilleo cerebral físico de satisfacción personal porque implica una conexión brutal con la persona con la que te excusas o de quien recibes una disculpa.

Son demasiadas las veces en las que nos arrepentimos de haber agrandado la distancia con los demás a costa de no reconocer nuestros errores, de empecinarnos en justificar sin objetividad y dejarnos llevar por el orgullo, cuando lo cierto es que bajar la cabeza y reconocer errores nos convierte en personas especiales, sanas, admirables.

No hace mucho un compañero de trabajo me jugó una trastada de escasa importancia. Me soliviantó de tal modo que estuve dándole vueltas toda la mañana a su insolencia. Horas después me pidió perdón con un whatsapp, y le acepté las disculpas. Un rato más tarde se acercó a invitarme a un café y volvió a excusarse. Yo fui claro con él:

'Con un perdón me basta'.

domingo, julio 05, 2015

Tánger

El hombre, cercano a los sesenta, almorzaba en medio del gigantesco comedor de la fábrica escondido en su plato.

Era ésta mi cuarta vez en Tánger, pero la primera en la que pasaba unos días en la ciudad por cuestiones laborales. También la primera en Ramadán.

Fuera del zoco, la medina, la alcazaba y su enorme playa de arena fina, es una ciudad desordenada y fea de la que, a pesar de todo, puedo entender sus leyendas bohemias de patria de artistas. Pasearla es enfrentarte a ojos que miran a los tuyos en cada esquina, coches que pitan y niños con camisetas del Barcelona, son cafés llenos de todo lo que no sea una mujer, olores a canela y peluquerías de caballeros.

En Ramadán, además, son bares cerrados de día y multitudes que se echan a la calle minutos después de caer la noche, cuando ya han saciado el hambre mala de un día de sol machacón sin nada que llevarse a la boca.

Un compañero argentino que lleva tiempo viviendo tiempo allí me explicaba que todos respetan, occidentalizados en la indumentaria o no, las leyes del islam.

Nos llevaron a los occidentales al gran restaurante vacío de la fábrica para ofrecernos de comer al mediodía siguiente. Fui de los primeros en entrar y crucé la mirada con ese hombre mayor con uniforme de trabajo, agazapado comiendo, rompiendo valiente con lo correcto, protegido por una empresa europea que vela por su derecho a no ser como se debe ser, y mi corazón estuvo con él.