Tengo la suerte de desempeñar un trabajo muy motivador; todo un lujo, del que soy consciente a diario, en estos tiempos que corren.
Trabajamos en una fábrica que provee un tercio de las cajas
de cambio de todo el grupo Renault, desde una ciudad ávida de industria y empleo; algo que hacemos, además, mejorando cada año nuestra competitividad, manteniendo el empleo y
consiguiendo niveles da calidad cada vez más altos.
Todo ello implica trabajar de forma coordinada y solidaria
en equipo, a sabiendas de que son muchos los retos a conseguir en distintos dominios
para alcanzar la excelencia que nos asegura el futuro, en este mundo competitivo del que se descuelga quien pierde pie. Debe salir la producción
que nos pide la empresa, con la calidad requerida, con el personal y los medios
que tenemos y que cuadren las cuentas, que la gente esté comprometida y se nos
concedan, así, nuevos proyectos.
Esas exigencias se traducen, en determinadas situaciones, en
estrés. No siempre es fácil controlar tantos factores para dominar ese gran
barco donde navegan 1200 personas.
Esta mañana asistí a una conversación intensa entre dos de
mis compañeros. Uno trataba de explicar, con cierta frustración, cómo había
tenido que hacer frente a una avería inesperada de una máquina que le produjo
una importante parada de producción; el otro, en su ayuda, trataba de analizar
lo ocurrido, con él, para evitar situaciones similares en el futuro, con datos
en la mano y a pesar del cabreo de su colega consigo mismo.
-¡Pero es que tú naciste ingeniero! –le decía éste, alabando
su espíritu analítico, su calma para afrontar temas complejos y el ánimo
constructivo.
El otro se rio, descabalgado por su comentario.
-Yo, sin embargo, nací tenso.
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