Anna Gabriel, de la CUP, hablaba ayer en la tribuna del Parlament catalán de una vida que no merecía la pena ser vivida a no ser que se liberasen del Estado español. Carmen Forcadell azuzaba en los mítines previos a las pasadas elecciones catalanas contra la esclavitud de los últimos siglos.
Yo, que conozco Catalunya desde mi adolescencia, cuando competía cada año en los campeonatos de España de remo en Banyoles, que asistí maravillado por las calles de Barcelona al ambiente único de las olimpiadas, que tuve uno de mis primeros amores en La Molina, un pueblo del Pirineo catalán, no termino de ver esa vida perdida ni esa esclavitud secular.
Pasearse Barcelona no recuerda al Pyongyang vigilado por militares ni a La Habana de prensa única, ni hay prohibiciones al habla en ninguna lengua. Todo lo contrario. Barcelona es una ciudad envidiada por media humanidad. En mis viajes por Japón o Estados Unidos la referencia española es la ciudad condal, y son muchos los que suspiran al oír hablar de ella. Por su colorido, su calidad de vida, la mescolanza de culturas y la apertura de mente.
Hay que dejarse de artificios por parte de los gurús del independentismo y decir que no se siente afecto por el resto de España, y punto.
España no roba a nadie. España es un país moderno e imperfecto cargado de historia que ha pasado por momentos terribles a lo largo de siglos y que, en estos últimos cuarenta años, ha conocido la mayor época de prosperidad y bienestar, de libertad y respeto a la diferencia, de democracia ajustada a los estándares occidentales, con mucho futuro por recorrer; una España que hemos construido entre todos, incluido el 90 por ciento de catalanes que votó masivamente (no con el 47.8% de sufragios, sino con más del 90) la Constitución actual, garante de nuestros derechos de ciudadanos libres e iguales.
El mayor problema en estos 40 años de democracia, para los que nos sentimos de izquierdas, para los que son conservadores y para los que pasan de la política, se llama Artur Mas. El mayor enemigo de esta España demócrata y esperanzada en superar los nubarrones de una profunda crisis económica y de valores no viene de Corea del Norte ni de Cuba. Es un español egocéntrico, narcisista, mal gobernante, rencoroso, manipulador y soberbio que ha preferido hacer retroceder años a su comunidad autónoma, metiéndola en un guirigay de identidades enfrentadas y banderas colgadas del que no sabe cómo salir, hablando mal de nuestra democracia en el extranjero de forma sonrojante, incitando a odiar al país del que es ciudadano, al que acusa de ladrón.
¿Se han cometido injusticias con Catalunya? Y tanto que sí. Y con Extremadura, y con las Canarias. ¿Se equivocó el Tribunal Constitucional enmendando un Estatut aprobado por el pueblo? Seguramente sí. Pero este país que se llama España se ha ido gobernando durante décadas de democracia con leyes redactadas en un Parlamento español fuertemente influido por el nacionalismo catalán, partícipe en primera persona de la elaboración de la gran mayoría de grandes leyes que hoy nos rigen, incluida la de la financiación autonómica.
A los andaluces nos llaman mentirosos, vagos y mendicantes desde otros lugares de España, pero yo sé abstraerme de juicios estúpidos y generalistas de minorías amargadas radicales, como el catalán debe entender que los insultos y menosprecios no corresponden con el sentimiento de una España que está muy por encima de esos reduccionismos sin defensa.
Mas y gran parte de la opinión pública catalana (que, a día de hoy, no sabe cómo salir de este entuerto) contaminaron el debate alimentando manifestaciones multitudinarias al grito de ¡nos roban!, despreciando los afectos, la historia secular y el camino recorrido juntos.
Es como si durante años todos los medios españoles calentaran a la ciudadanía explicando con datos retorcidos que la Unión Europea nos maltrata.
A los políticos se les paga para resolver los problemas reales de la sociedad, de personas con carne y hueso. No se les remunera para crear problemas
A Catalunya le roba la cortedad de miras de sus dirigentes y la soberbia de un personaje enfermo de ambición por aparecer en los libros de historia. El presidente de un partido corrupto hasta los tuétanos que desprecia a esta joven democracia de un viejo país que es el suyo. Un país llamado España, terriblemente imperfecto, que le permite gobernar una Catalunya que nunca estuvo tan mal gestionada ni enfrentada a sí misma.
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