Cuando el telediario informa de que casi el 90% de la población israelí apoya la ofensiva sobre Gaza y vemos imágenes, día tras día, de niños agonizando llevados en camilla hacia hospitales bombardeados, la reacción inmediata y visceral es la de maldecir a una sociedad insensible al dolor del otro.
Intentando profundizar, entender cómo ha podido llegar a ese posicionamiento un pueblo culto, civilizado y maltratado, durante siglos, por el desprecio y la desconfianza de otras sociedades, resulta difícil empatizar con esa coraza colocada que no les hace luchar contra su propia violencia.
Se entiende el miedo al vecino iracundo, pobre y resentido, incluso se comprende la fortaleza de un ejército creado para defender día a día la existencia misma de su añorado país recién creado, anclado en las tierras de las que fueron expulsados sus antepasados, como de tantos otros lugares. Expulsión, vejación y ensañamiento, sí. Se puede visualizar esa ansiedad por querer retener ese espacio siempre negado por la historia.
Aun empatizando con sus miedos y su rabia ancestral, resulta difícil asumir la vergüenza que debería suponer a una sociedad sana el saber que cada día son cien más los muertos a pocos kilómetros, con decenas de niños destrozados que obligatoriamente no pueden ser terroristas, sino niños.
El odio que lleva al odio y la ansiedad de saber que no hay antídoto posible en esa tierra desangrada por la incomprensión mutua es un motivo de vergüenza universal.
No se puede perdonar al asesino de tu hijo muerto. Ésa es la tragedia.
Mi solidaridad es plena con los inocentes niños palestinos en plena vorágine de terror.
Intentando profundizar, entender cómo ha podido llegar a ese posicionamiento un pueblo culto, civilizado y maltratado, durante siglos, por el desprecio y la desconfianza de otras sociedades, resulta difícil empatizar con esa coraza colocada que no les hace luchar contra su propia violencia.
Se entiende el miedo al vecino iracundo, pobre y resentido, incluso se comprende la fortaleza de un ejército creado para defender día a día la existencia misma de su añorado país recién creado, anclado en las tierras de las que fueron expulsados sus antepasados, como de tantos otros lugares. Expulsión, vejación y ensañamiento, sí. Se puede visualizar esa ansiedad por querer retener ese espacio siempre negado por la historia.
Aun empatizando con sus miedos y su rabia ancestral, resulta difícil asumir la vergüenza que debería suponer a una sociedad sana el saber que cada día son cien más los muertos a pocos kilómetros, con decenas de niños destrozados que obligatoriamente no pueden ser terroristas, sino niños.
El odio que lleva al odio y la ansiedad de saber que no hay antídoto posible en esa tierra desangrada por la incomprensión mutua es un motivo de vergüenza universal.
No se puede perdonar al asesino de tu hijo muerto. Ésa es la tragedia.
Mi solidaridad es plena con los inocentes niños palestinos en plena vorágine de terror.