Al entregarle el otro día un par de detallitos neoyorquinos a Iván en casa de mi padre -qué felicidad produce traer regalos a un niño-, le vino al abuelo a la cabeza una escena que para él seguro que también fue muy tierna.
Yo era un renacuajo y estábamos de paseo por el centro, los dos a solas. Él me metió en el Corte Inglés y le dijo a una dependienta que me pusiera ropa nueva de los pies a la cabeza.
Zapatos, calcetines, ropa interior, pantalones, camisa... y un loden, en miniatura, de la época.
Imagino la escena llegando a casa, con mis gafas de culo de vaso, mi bizquera y un padre encantado de traer al niño a casa como un pincel. Imagino también la sonrisa de mi madre y los achuchones. E incluso el juego de seducción entre ellos dos usándome como excusa...
Qué pena no tener memoria para poder traer con claridad a mi cabeza una escena que no estaba más que en los recuerdos del abuelo de Iván.
Se la robo.
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