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viernes, febrero 14, 2014

Albergue

Hace pocos días me llamó Carmela para vernos, al salir del trabajo, y del tirón la invité a cenar en casa, donde tenía casi todo listo para preparar mi mundialmente famoso lomo con ciruelas. Ella trajo las cebollas.

Sentada frente a nosotros, con su lentitud característica al comer, fuimos preguntándole acerca de su trabajo, tan radicalmente diferente al nuestro, y disfrutamos de sus explicaciones detalladas en las que equilibraba, sin dificultad, la emoción y su profesionalidad.

Trabaja en un centro de día de atención a personas sin hogar.

Un local pequeño donde se acoge a una media de 150 personas diarias, a las que se les ofrece un sofá, un aseo, una tele y en la que organizan actividades en las que ellos puedan sentirse visibles. Los jueves, por ejemplo, Carmela se ocupa de dar unas clases de teatro de las que su principal recompensa es ver que hay alguien que repite.

¿No tienen duchas? -le preguntábamos-. No -nos respondía con cara de resignación.

Nos hablaba de los shocks traumáticos que todos los humanos padecemos a lo largo de nuestra vida, un promedio de tres, y cómo hay personas determinadas a las que las circunstancias les llevan a sufrir siete u ocho de esas experiencias desgarradoras en dos o tres años, período en que llegan a perderlo todo, estabilidad, familia, relaciones, trabajo, dinero y dignidad. Nadie está a salvo. Gente preparada, chavales jóvenes y padres de familia incluidos. Personas que se acercan con miedo a este hogar temporal de habitantes inciertos sin tener capacidad, o humor, de hablar ni relacionarse; seres perdidos que acaban abriéndose a profesionales preparados y sensibles como Carmela, cuya principal misión consiste en escucharlos.

Nos hablaba de la demencia por vivir en la calle, más evidente que la vida en la calle producto de la demencia, y nos negaba que la desesperación les hiciese entrometerse en su vida personal, ni que fueran habituales problemas de violencia o intimidación. 'La policía no suele aparecer'.

Hace unos días, nos contaba, llegó un matrimonio buscando a su hija de veinte años. Allí estaba la joven, de familia 'bien', con problemas de identidad y enganchada a unas drogas para las que no tiene dinero. A pesar del desgarro de sus padres, ella no quiso volver a casa.

Y allí estaba Carmela, mi Carmela, dando consuelo.


1 comentario:

Alforte dijo...

Me alegra saber que existe gente como tu Carmela ayudando e iluminando este mundo. Besos