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sábado, enero 25, 2014

Caqui

Los grandes viajes quedan de por vida en la memoria. Tuve la suerte de que mi empresa me solicitase en el 2010 visitar a todos nuestros clientes asiáticos, ¡durante un mes!, para establecer contacto con los distintos interlocutores de los numerosos países a quienes comenzábamos a servir nuestras cajas de cambio.

Lo bueno de los recuerdos, algo que habría que analizar en el subconsciente de cada uno, viene dado por el detalle que se retiene, que no suele coincidir con grandes edificios o monumentos, sino con escenas simples de la vida cotidiana de los lugares visitados.

De Corea viene a mi memoria, muy a menudo y cada vez que asalta ese nombre a mi cabeza, un bar largo y estrecho.

Estaba con Pablo, mi compañero de viaje. Apenas llevábamos unas horas en la ciudad tras un viaje larguísimo de cuatro escalas hasta llegar a Busán. Con el sueño metido en el cuerpo, nos habíamos lanzado a visitar el templo de Beomeosa, en una montaña a las afueras de la ciudad. Templo de impresionante colorido, donde los monjes budistas se cruzaban con los visitantes y las mujeres (no había hombres) rezaban al aire libre en cada 'capilla', en un día de sol perfecto.

Entramos en uno de los edificios de madera y nos encontramos un patio donde los monjes hacían pesas. No nos miraron mal, pero salimos escopetados.

Bajamos en autobús hasta los primeros edificios de la ciudad tras patearlo, y fotografiarlo, durante horas.

Entramos en ese bar, donde una mujer de mediana edad, callada y sonriente,de pelo muy negro y dientes grandes y desordenados, ataviada con delantal, nos invitó a sentarnos.

Sólo estábamos nosotros. Pedimos dos cervezas y Pablo salió a fumar. Yo me quedé en la mesa, mientras veía a la mujer manejándose entre cacerolas como si estuviese sola. De vez en cuando se giraba y me sonreía. La barra, baja, quitaba fronteras entre ella y yo, de modo que parecía que me hubiese colado en su cocina para regresar a una infancia coreana que nunca tuve.

Sin más conversación ni petición de nuestra parte, ella nos preparó un mantel y comenzó a traernos comida. Una sopa muy cargada, una especie de empanadas, algo de carne deshilachada... y una fruta muy dulce. Yo, que no soy de frutas, la disfruté como un crío que descubre un manjar nuevo.

Ya en Sevilla intenté descubrir cuál era esa fruta naranja de ese día en el paraíso. La vi en el Corte Inglés. Me acerqué a ver qué era y compré un kilo para confirmarlo. Su sabor, cada vez que la tomo, me lleva a ese bar lejano de la periferia de Busán.

Mi despiste, intrínseco en mí, me había hecho no reconocer que ese día comí caquis.

2 comentarios:

María dijo...

Yo siempre relaciono ese fruto con mi infancia, pues en la casa en la que viví los primeros seis años de mi vida en un pueblo de Granada, recuerdo que en medio del patio había un caqui que lucía todo majestuoso, al menos a mí me lo parecía a esa corta edad. Siempre que pienso en aquella casa aparece ese árbol inevitablemente unido a mis recuerdos, como uno más de la familia, admirado por todos. Hace tiempo comprobé, con pesar, que ese lugar es ahora parte de un gran complejo de edificios.

Gincrispi dijo...

Como no fijar un recuerdo a la gastronomia, distinta y única en cada lugar.
Saludos y sígueme en Twitter. jeje