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martes, junio 11, 2013

Lunas

Me había levantado tempranísimo como penitencia por elegir dormir en el centro de París y no tener que hacerlo en un hotel de carretera cercano a la fábrica donde tenía que trabajar al día siguiente.

A pesar de ser verano hacía frío. amanecía antes de que ningún despertador sonara en la ciudad y aún no habían abierto el restaurante para el desayuno junto a la recepción.

La cena del día anterior y las copas de confidencia con Guillaume me hacían tener la cabeza embotada buscando la plaza del coche de alquiler en el garaje.

¡Qué bonito es París a esas horas fantasmas de madrugada luminosa en que parece vacía!

Llevaba tiempo preparando la visita, había temas duros que tratar y el mareo no se me quitaba, rodeando una casi desierta rotonda del Arco del Triunfo con el estómago revuelto.

No había motivos para sentirme tan aturdido por la suave luz sin fuerza del sol de verano norteño, pero el cuerpo me pedía echarme a un lado de la carretera, una vez fuera de la ciudad, para recuperar el equilibrio.

Llegando a la fábrica ya tenía todos los argumentos estructurados para explicar que tendría que escaparme antes, no me encontraba bien. Los ojos se me nublaban y conducir se me hacía complicado, con los coches sobrepasando mi ritmo cansino.

Cuando me acerqué a la barrera de seguridad de la factoría que visitaba, el vigilante me miró con gesto extraño. Debía tener mala cara, se salió de la garita y me preguntó si estaba bien, señalándome la cara.

Yo me toqué, me tropecé con mis propias gafas de sol, que olvidaba llevar y comprobé, avergonzado, cómo había recorrido cincuenta kilómetros mareantes como un pirata del siglo XXI, sin imaginar dónde ni cuándo podría haber perdido uno de los dos cristales tintados.

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