Es el único cooperante español que ha rechazado la invitación del Gobierno español para abandonar los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf, debiendo firmar una carta en la que se hace totalmente responsable de su situación, a pesar de las advertencias desde Exteriores de que no se pagará rescate por él en caso de secuestro.
Si, como dicen desde el ministerio y no hay por qué ponerlo en duda, hay indicios claros de una inminente acción terrorista entiendo la postura en pro de una protección de aquellos ciudadanos de nuestro país que trabajan por hacer menos miserable las condiciones básicas de vida de esos miles de refugiados.
Mi reflexión va más allá de este hecho concreto y se centra en la disposición de estos jóvenes a complicarse la vida por echar un cable a pueblos que sufren.
No sé hasta qué punto puedan tener un sueldo digno, son voluntarios de raíz o ambicionan una vida mejor haciendo este trabajo de base, yo sólo sé que yo no estoy allí.
En sitios como Tinduf, Burundi o Bangladesh, donde la miseria está a la orden del día, lugares donde la asistencia médica se convierte en una quimera, sitios donde hay inseguridad jurídica, conflictos bélicos e incluso hambrunas, hay jóvenes como Pepe Oropesa que dicen que no se quieren ir de vuelta.
Personas como yo tranquilizan sus conciencias haciendo donativos mensuales a Unicef o Médicos sin fronteras por la imposibilidad de, ni tan siquiera, plantearse perder una semana de vacaciones para ir a cualquiera de esos sitios, señalados con el dedo de la miseria, para ayudar de alguna manera, que hay muchas.
Cuando sabemos que hay gente que sí, jóvenes que prefieren estar pasando un calor tremendo en barracones de mala muerte, sin acceso a otro ocio que el que, quizás, le pueda dar una conexión a internet, cuando nos llegan noticias de personas como ésta, que han nacido en nuestras ciudades, en barrios de Sevilla o de Logroño y que podrían estar de botellona o de vacaciones en la playa con los amigos o la familia, ante esas noticias yo me planteo que ellos deben ser mucho más felices que los que no somos así de valientes, porque imagino que la satisfacción personal de una mirada de un niño hambriento al que le das de comer, o el de un hombre al que le calmas el dolor sin otro objetivo que ayudarle, esa satisfacción te debe llevar al cielo en la tierra.
No sé en qué condiciones viven, ni sé si tienen un sueldo digno ni qué pone en el contrato de un cooperante, lo único que sé es que yo no estoy allí.
Si, como dicen desde el ministerio y no hay por qué ponerlo en duda, hay indicios claros de una inminente acción terrorista entiendo la postura en pro de una protección de aquellos ciudadanos de nuestro país que trabajan por hacer menos miserable las condiciones básicas de vida de esos miles de refugiados.
Mi reflexión va más allá de este hecho concreto y se centra en la disposición de estos jóvenes a complicarse la vida por echar un cable a pueblos que sufren.
No sé hasta qué punto puedan tener un sueldo digno, son voluntarios de raíz o ambicionan una vida mejor haciendo este trabajo de base, yo sólo sé que yo no estoy allí.
En sitios como Tinduf, Burundi o Bangladesh, donde la miseria está a la orden del día, lugares donde la asistencia médica se convierte en una quimera, sitios donde hay inseguridad jurídica, conflictos bélicos e incluso hambrunas, hay jóvenes como Pepe Oropesa que dicen que no se quieren ir de vuelta.
Personas como yo tranquilizan sus conciencias haciendo donativos mensuales a Unicef o Médicos sin fronteras por la imposibilidad de, ni tan siquiera, plantearse perder una semana de vacaciones para ir a cualquiera de esos sitios, señalados con el dedo de la miseria, para ayudar de alguna manera, que hay muchas.
Cuando sabemos que hay gente que sí, jóvenes que prefieren estar pasando un calor tremendo en barracones de mala muerte, sin acceso a otro ocio que el que, quizás, le pueda dar una conexión a internet, cuando nos llegan noticias de personas como ésta, que han nacido en nuestras ciudades, en barrios de Sevilla o de Logroño y que podrían estar de botellona o de vacaciones en la playa con los amigos o la familia, ante esas noticias yo me planteo que ellos deben ser mucho más felices que los que no somos así de valientes, porque imagino que la satisfacción personal de una mirada de un niño hambriento al que le das de comer, o el de un hombre al que le calmas el dolor sin otro objetivo que ayudarle, esa satisfacción te debe llevar al cielo en la tierra.
No sé en qué condiciones viven, ni sé si tienen un sueldo digno ni qué pone en el contrato de un cooperante, lo único que sé es que yo no estoy allí.