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jueves, noviembre 01, 2012

Inocencia

Las veces que mi sobrino Iván se queda a dormir a casa son un disfrute. Se coloca en medio de la cama como un señor mayor, toma todos los mandos de la tele y le entra una risa histérica de felicidad debajo del edredón comentando cada personaje de cada serie como un gran entendido.

A su desayuno siempre llego tarde, porque los días que se queda en casa son fines de semana en que soy incapaz de abrir los ojos cuando él empieza a moverse impaciente en la cama.

Las mañanas, plenas de lucidez, son el momento en que comienza a realizar las preguntas más delicadas, casi todas versan sobre la naturaleza humana, mi vida sentimental o movidas familiares acompañadas de otras tantas sobre cada paso que doy por la casa, cada libro de la estantería o cacharro que encuentra por el camino.

A mí, desacostumbrado al placer que supone no tener hijos, me sobrepasa a veces esa capacidad inocente de ver el mundo con la mirada limpia de quien no tiene maldad ni se conforma con respuestas indirectas.

Lo que más sorprende, sin duda, es su capacidad de sorpresa y la asunción de verdades que, inconscientemente, no está interesado en investigar de lleno.

Me contaba Raquel, hace unos meses, como se levantaba nervioso tras colocar su penúltimo diente bajo la almohada el día anterior. Tras descubrir los billetes de cinco euros con mi hermana todavía dormida, la despertó excitado para contarle la gran noticia, acompañando su alegría con toda una sarta de preguntas al aire: ¿cómo puede entrar el ratón aquí con la casa cerrada?, ¿cómo puede averiguar que ayer se me cayó el diente?, ¿cómo ha podido levantar la almohada sin yo despertarme?

Observas sus ojos grandes contándote con detalle cada fase de sus juegos de la wii con la misma expresión con la que luego te pregunta acerca de tu vida sentimental.

Bendita inocencia que los malditos maduros sabemos que tiene fecha de caducidad.

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