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viernes, junio 29, 2012

Vasos

La primera vez que crucé Japón, viajes que nunca olvido de agradecer a mi querida Renault, me impactó la imagen desde el tren-bala llegando a la ciudad de Nagoya en plena noche. No disminuía la velocidad ya en plena urbe, inmensa, y los bloques de apartamentos, de grandes cristaleras abiertas sin pudor, ofrecían infinitas habitaciones iluminadas con familias haciendo de su cotidianeidad un espectáculo para un españolito que los miraba apoyado en el ventanal del tren con ojos como platos.

¡Tanta gente en tan poco espacio!

Mi impresión fue tan fuerte desde que llegué por vez primera a ese país que no he dejado de leer e investigar sobre el pueblo japonés, lejano, educado, tímido, orgulloso, tradicional y friki.

Ninguna civilización ni sociedad tiene las claves de los buenos comportamientos ni las consignas del buen ciudadano, por mucho que haya Merkeles que se lo crean, pero sí es cierto que hay ciertas claves que se pueden ir tomando de aquí y allá para hacerse más fuerte a base de recopilar buenos hábitos o formas de actuar en las que no nos hemos educado.

Una charla que me impresionó con mi amigo Kimura fue acerca de algo banal. Para explicarme la organización de su fábrica de motores, impecable y eficiente, me preguntó acerca de cuántos vasos tenía yo en mi casa.

'Veinte o treinta', le contesté sin pensar mucho.

Él puso cara de japonés sorprendido, fácil de imitar y habitual de ver cuando viajas por esas tierras.

'¿Para qué tantos?'

'Pues no sé. Por si vienen amigos...'

'¿Treinta amigos?'

Pues sí, treinta amigos, pensé mosqueado. ¿Por qué no?.

Kimura quería explicarme lo importante que es quitarse lo superfluo en nuestro día a día. Tal vez es la necesidad de espacio lo que les ha llevado a pensar así, aunque yo creo que hay algo más profundo en esa forma de enfrentarse a lo cotidiano.

Tener treinta vasos en un apartamento de dos personas disminuye el espacio útil, favorece la dejadez acumulándolos en el fregadero pensando que hay muchos más y promueve el desorden.

El ideal, para Kimura, sería tener lo justo para vivir. Tener más de lo necesario implica desorden, ineficacia y dejadez.

Tener lo mínimo para estar siempre en estado de revista.

Hablaba de vasos...

martes, junio 26, 2012

Un ángel

A quienes la vida les va muy deprisa se les suele dar mal tener bases sólidas. Quienes alcanzan la fama, la gloria o el dinero en grandes proporciones tienden a parecer más grandes, menos jóvenes, más temibles.

En estas últimas generaciones ese rol le ha tocado jugarlo a estrellas del pop, actores o futbolistas. Existencias de ensueño en que se reflejan las ambiciones de muchos mortales que creen saber que en cien vidas que tuviesen no llegarían nunca a disfrutar del paraíso en la tierra que sus ídolos toman como normal.

Sin embargo, no hace falta ser muy inteligentes para adivinar que tras esas capas luminosas subsiste un ser humano frágil como nosotros, en muchos casos más quebradizos aún al no tener en el día a día el reflejo de buscar argumentos sólidos que justifiquen sus esfuerzos.

Hace un par de días, un chaval de veintitrés años que soñaba con ser una figura del fútbol, que había conseguido jugar la Champions con el Liverpool y que se había convertido en titular en un club tan seguido como el Betis, moría en su cama de un cáncer más combativo que sus ganas de vivir.

Si ya impactó la imagen de sus lágrimas frente a una nube de micrófonos, hace poco más de un año, cuando tuvo que explicar, con toda la valentía que se puede tener en esos trances, que tenía que abandonar su sueño del fútbol para extirparse un tumor en la pelvis, la noticia de que ese tumor había acabado con él aún provocó más conmoción.

Los ves jugar en la tele o el estadio, con millones de seguidores y miles de espectadores atentos, y se muestran como inexpugnables centauros del presente. Aparece, sin preverlo, una adversidad de este calibre y emerge el chaval vulnerable que se esconde tras el cartel heróico.

Hablan de él que no perdió la sonrisa, que animaba al personal de la clínica que le atendía, a quienes hasta hace pocos días insistía en su sueño de jugar con el Betis en Primera, en prometer para su familia proyectos de vida mejor con su juventud y talento como primer argumento.

La impotencia de no poder retener a un ángel entre nosotros debe ser tan cruel como el dolor de no haber podido dar respuesta a esa sonrisa de ilusiones para siempre incumplidas.

viernes, junio 22, 2012

Te quiero pagar

Una frase habitual en mí me sirve como muestra de cómo de mal estamos.

En una semana me ha ocurrido dos veces y, lo que hasta ahora me resultaba instintivo, a partir de ahora voy a forzar a que sea una norma.

Me tomaba una cerveza en el República con mi amigo David. Cuando nos íbamos, me acerco a la barra y le digo al camarero:

Te quiero pagar.

Inmediatamente una sonrisa. Y un comentario:

'Qué alegría la fuerza con la que vienes a pedir la cuenta'.

El chaval, seguramente un filósofo en paro reconvertido en camarero, me hizo ver la importancia que para él suponía esa forma de dirigirme a él.

Me quedé pensándolo, pero me transmitió, de rebote, buen rollo.

Ya olvidado el asunto, días después, fui a pagar el gimnasio. A la chica de la recepción sí la conozco de hace tiempo, y es especialmente desagradable. No conmigo, porque no le doy margen, ni charla, ni oportunidad de demostrarme su falta de educación; hace tiempo que decidí no insistir con los buenos días a quien no me responde.

Me coloqué frente a ella y de nuevo le lancé la frase mágica:

Te quiero pagar.

De nuevo una sonrisa, como si de un sortilegio se tratase.

'Y yo quiero cobrarte', me dijo.

La sociedad, destrozada por una economía de guerra, se está volviendo miserable con el dinero, lo que lleva a 'miserabilizar' las actitudes, a mirar con celo el céntimo y a considerar que cada servicio o producto que te ofrecen implica en cierto modo un robo, al menos un abuso. Se paga con el puño cerrado y los dientes apretados, perdonando la vida, no entendiendo que frente a ti hay una persona también sensible a las dificultades personales de construir una vida sostenible a base del esfuerzo propio.

Perderé la inocencia original buscando sonrisas con mi frase.

martes, junio 19, 2012

Simios

El otro día, durante una reunión de trabajo, tuve una visión.

Se le preguntaba acerca de un tema a un colega y éste, haciendo un movimiento mínimo de cabeza emitió un gruñido:

'Uohhnnngg'

Por la dirección presumiblemente vertical del giro de cabeza entendí que estaba transmitiendo una respuesta en positivo, un 'sí', aunque no era eso lo importante para mí, sino el hecho de comprender de forma brutal, en un instante, nuestro ascendente común con los simios.

Es, seguro, un gesto instintivo, primitivo e inconsciente seguramente condicionado por la falta de energía, la pereza máxima y la búsqueda del mínimo esfuerzo para hacerse entender. La comunicación básica imprescindible.

Son personas que conviven con nosotros, camuflándose como seres sociales por no tener más remedio para subsistir, pero que sacan a la luz elementos de comunicación heredados sin duda del principio de los tiempos.

Esta visión me hizo comprender que no se le pueden pedir peras al olmo, lo que me lleva a admitir las excesivas esperanzas que a veces ponemos en determinados seres humanos que, mal que nos pese, están dando en cada pequeño gesto el máximo de su capacidad de comunicación. Gente a la que no podemos explicar determinados conceptos como la empatía, la motivación, el compromiso, la entrega, solidaridad, esfuerzo o compañerismo, porque ellos no entienden de barcos.

Personas rudas como piedras a las que la sensibilidad hacia los demás les queda lejana e inentendible.

Hay que hacerles preguntas cortas, sin frases subordinadas, con un objetivo concreto, blanco o negro, para que desarrollen toda su energía en darte una respuesta positiva o negativa con un rugido de primate.

No le pongas, eso sí, en la tesitura de tener que responderte con una frase construida.

Porque sufren.

viernes, junio 15, 2012

Anchoa es el rey

La vida te pone delante escenas que retienes para siempre en que tomar por un camino u otro te marcará como persona.

Yo tengo nítida en mi memoria la tarde calurosa, vendría a tener 11 0 12 años, en que celebrábamos una primera comunión familiar (no recuerdo de quién) y mi tío Yiyi se me acercó para decirme que me veía muy delgado, que tendría que ponerme a hacer deporte. Sospecho que instigado en cierta forma por mi madre, que por esa época se preocuparía por tener un hijo canijo e introvertido.

Yiyi me habló de su amigo Anchoa, entrenador de remo en el Labradores.

No sé qué argumentos utilizó para convencerme, pero el caso es que el lunes siguiente estaba allí con mi bolsa de deportes, asustadizo e intimidado, preguntando por Anchoa, un hombretón inmenso, barbudo y provocador.

¡No pegues zapatazos, joder! -me gritó ya el primer día, entre un grupo de veinte personas, cuando salimos a correr varios kilómetros como calentamiento.

Las palizas eran inmensas, entrenábamos todos los días del año, incluso los lunes cuando las instalaciones estaban cerradas. Nos llevaban a las afueras de Sevilla y nos ponían a subir esprintando cuestas empinadísimas en zonas marginales llenas de perros que te perseguían ladrando como si fuesen a comerte.

Hacíamos pesas, circuitos de gimnasia, carrera de fondo y muchísimos kilómetros de remo por el Guadalquivir.

Más me introducía en el equipo y más feliz era, sin reconocerlo. Escapaba de un ambiente totalmente distinto que había dominado mi infancia, en un colegio de curas solo para niños, a otro mucho más abierto con chavales y chavalas de cualquier extracción social, que se reunían a la salida del entrenamiento a tomar batidos y palmeras de chocolate hablando de temas hasta entonces tabúes para mí.

Mi adolescencia transcurrió en gran parte allí. Llegué a cumplir los veinte aún remando, aunque mi única final en un campeonato de España se produjese porque se rompió en las semifinales el bote que nos precedía, y si quedé campeón de Andalucía es porque en esos años sólo existían dos clubs y bastaba con ganar al otro.

Lo importante para otros eran los trofeos, mi trofeo era haber salido de una burbuja abriendo mi mundo a otras posibilidades que me sacaban del barrio, los curas, los estudios y las faldas de mi madre.

Pocos años después de empezar, cuando ya me convocaron por fin para el primer campeonato nacional en Zaragoza, llegó otro de esos momentos que te dejan marcado. 

Íbamos en un autobús y, efectivamente, yo era de los novatos. No imaginaba que en las últimas filas se colocaban los veteranos, que esperaban apenas unos minutos tras dejar Sevilla atrás para empezar con los cánticos infernales:

'¡Ey, ey, ey... Anchoa es el rey!

Me di cuenta de en qué consistían los gritos. Iban cogiendo uno a uno a los chavalillos nuevos y los llevaban al 'tribunal'. Les bajaban los pantalones, les abrían la maleta, cogían sus pastas de dientes, geles, comidas... y se las restregaban por sus... Cuando yo vi al primer amiguete temblando de miedo al escuchar su nombre, yo entré en una situación de colapso mental. A mí cualquiera de los veteranos me sacaba dos palmos, veinte kilos y podía reventarme de una colleja, pero a mí no iban a hacerme un gazpacho, así le llamaban a la operación 'vente para acá que nos vamos a morir de risa a tu costa'.

¡Ey, ey, ey... Anchoa es el rey!

El autobús paró a echar gasolina. Yo bajé. Me dirigí a Anchoa y le dije que tenía algo importante que decirle. Él me miró con cara preocupada.

¿Qué te pasa?

'Anchoa, si a mí me llaman los de la última fila, yo a ti te mato'.

Con qué cara no se lo diría ese chaval esmirriado que era yo, que a mí nunca me hicieron un gazpacho.

martes, junio 12, 2012

Viriato

Este héroe hispano-portugués de la época del imperio romano, conocido estratega y líder admirado por sus enemigos, da nombre a una histórica calle del centro de Sevilla por la que suelo pasear.

El otro día, cuál fue mi sorpresa, la muy católica ciudad se encargó de quitarle el rótulo a esa calle para reemplazarla por el de Madre María Purísima de la Cruz.

A mí me se me retorció el estómago.

Investigando para escribir esta reflexión he comprobado que, al menos, han dejado un trozo de calle para el insigne Viriato, arrinconándolo pero no haciéndolo desaparecer definitivamente.

¿Quién autorizó ese cambio en el nomenclátor? El alcalde popular, Juan Ignacio Zoido.

En estos últimos meses también cambió el de la actriz Pilar Bardem por el de Nuestra Señora de las Mercedes.

Y así seguirá inundando nuestro callejero de homenajes a vírgenes, cristos y santos, para no dejar duda del catolicismo de una ciudad de la que se cree en posesión por haber ganado unas elecciones.

Una ciudad en la que los laicos estamos rodeados por doquier de hermandades de penitencia, procesiones en todas las épocas del año y símbolos ostentosos de religiosidad cristiana.

Nos atacan, a los laicos, como cuatro perroflautas extraviados en una ciudad en la que, piensan, nacimos o vivimos por equivocación, cuando estoy convencido que somos más los que nos indignamos con esta presencia inmisericorde, nunca mejor dicho, de lo católico en nuestra cotidianeidad.

Pero parece que protestar contra esta involución implica ser un traidor a la ciudad, a la tradición, a su esencia.

Y yo, con todo el respeto, me desentiendo de esencias que impliquen talibanismos.

La ministra de Trabajo está convencida, y lo dice a los cuatro vientos sin ruborizarse, que la virgen del Rocío nos sacará del agujero de los cinco millones de parados. Ésa parece ser su principal estrategia política. El alcalde de Sevilla, por su parte, procesiona con el Corpus Christi para remediar la crisis económica.

Y yo me pregunto, ¿a quién nos encomendamos para quitarnos de encima tanto fundamentalismo religioso, casposo y trasnochado?

Yo no me bajo de la lucha por una sociedad más sana. Sí. Más sana, abierta y solidaria; menos hipócrita, beata y torticera. 

viernes, junio 08, 2012

Euro

Será por mi espíritu novelero, pero yo recuerdo la emoción intensa con la que viví el nacimiento del euro.

Tuve la suerte extraña de que su entrada en funcionamiento coincidiera cronológicamente en el tiempo con el momento en que me fui a vivir al extranjero, a otro país, Francia, que también vivía con ilusión la llegada de una nueva moneda, con todo lo que implicaba de confusión, equívocos, anécdotas.

En esos primeros meses conocí en París a Leire, una riojana que trabajaba, dando la sensación de no saber por qué se fue a vivir allí ni si estaba contenta o disgustada, en una cadena española de zapatos en la rue de Rennes. Recuerdo lo graciosas que a ella le parecían mis reflexiones acerca de la importancia de la entrada del euro, lo que suponía de impactante para el futuro de Europa.

Porque yo soy de las personas que consiguen emocionarse con hechos históricos cuando éstos me parecen que van en el sentido de transformar de veras la sociedad.

Leire se reía cuando yo explicaba el placer que sentía al echar un euro en la máquina de café del trabajo, esperando con ansia no el café, sino el cambio, para ver de qué países eran las monedas de cinco, diez o veinte céntimos que devolvía.

Si el hombre, el europeo en este caso, se ponía de acuerdo sobre algo tan visceral, si era capaz de ceder algo tan patriótico como era la moneda, entonces era posible todo. Podríamos pensar en un futuro realmente universal, las fronteras serían cada vez más reliquias, ayudadas por el acuerdo de Schengen, e iríamos atacando los problemas que afectaban el corazón del hombre dejando a un lado sentimientos exacerbados de adhesión a banderas, que no hacen más que enredar creando problemas ficticios.

A alguien como yo que le gustaba viajar más que a un tonto un lápiz, poder hacerlo sin tener que visitar oficinas de cambio era de alguna manera hacerlo menos extranjero en ciudades cuyo lenguaje no entendía.

Han pasado algo más de diez años desde entonces.

Ahora hemos visto que todo se asentaba en bases muy endebles, que la unión monetaria era más ficticia de lo que nos hacían creer. A los que no entendíamos de economía, los más, no nos dijeron que abrazar el euro era someterse a dictados de los mercados o de Alemania.

Yo, sin embargo, creo que no puede haber otro camino que el de tirar hacia delante. En lo único en que coincido con el ministro Montoro, desagradable, repelente y resabiado hasta decir basta, es que la única salida debe ser más Europa, más euro.

No podemos dejarnos llevar por agoreros y ultranacionalistas, por fachas y rompe-escaparates. Esta lección de descrédito general que está viviendo Europa, en que cada cual parece querer salvar su propio pellejo, debe servir para avanzar en una mayor integración, para encontrar mecanismos que hagan que nuestra economía sea más solidaria, eficaz y humana.

Éste, nuestro querido continente, ha vivido muchos siglos, milenios, de batallas y malentendidos. Millones de muertes de inocentes en trincheras, bombardeados y masacrados sin saber muy bien ni compartir las causas de su propia tortura. Por egoísmos.

Sin embargo Europa es el lugar donde yo quiero vivir, donde mejor se defienden los derechos del hombre, donde la cultura te golpea a cada paso, donde el hombre ha encontrado mayor acomodo a su dignidad como persona.

No demos pasos atrás ni nos dejemos llevar por gritos de sirena. Quiero seguir tomando café y sorprendiéndome con los reversos de las monedas de euro.

lunes, junio 04, 2012

Correr

En los tiempos que corren, nunca mejor dicho, hay dos tipos de personas: a las que les gusta correr y a las que no.

Los segundos suelen utilizar los argumentos de que prefieren el deporte de equipo, que el hecho de correr es aburrido, de cobardes o que, sin más rodeos, no les gusta dar un palo al agua; los primeros, en cambio, entendemos la carrera como un dificultoso placer inexcusable.

A mí, que me gusta pasar grandes ratos corriendo, me ocurrirá como a buen número de personas, que encuentras diez mil motivos para no lanzarte a la calle, pero esa lucha la acaba ganando muchas veces la voluntad de tomar las zapatillas de deporte y ponerte a ello.

Es duro correr. Es un ejercicio en el que lo mental tiene mucho que ver. Eres tú contra ti mismo y ésa es su principal virtud y perversión. Es difícil, sin embargo, no alegrarse de haberlo hecho una vez que te has dado una ducha tras haber cumplido con el reto.

Es un deporte que te pone frente a frente con tu naturaleza, que te permite reencontrarte con tu capacidad de sufrimiento pero que, al mismo tiempo, transforma el esfuerzo en algo placentero. En uno está la habilidad de conseguir pasar esos minutos utilizando la mente de forma inteligente, no dejando que ella te convenza, a partir del sufrimiento que el cuerpo le transmite, de abandonar, reducir, aminorar o no cumplir con tu objetivo. Y la mente, cuando se pone villana, te llama tonto, te dice repelente, te ofrece pasteles, cervezas y sofás inmensos donde ver películas, te muestra lugares blancos con aire acondicionado y manjares suculentos para hacerte claudicar.

Correr te permite cuidar tu cuerpo, sin duda, y un cuerpo sano es sinónimo de vitalidad; pero además te ofrece, cada vez que te enfrentas al espacio abierto de los kilómetros por recorrer, un desafío de empeño, retándote a no sucumbir.

Es, por igual, sufrido y reconfortante, pero gana el resultado final, la satisfacción del esfuerzo.

En mi vida me he cruzado con mucha gente y, a día de hoy, puedo afirmar que el entusiasmo por este deporte viejo como el hombre no es contagioso: Si no te gusta, no hay nada que hacer.

viernes, junio 01, 2012

Perseverance

Desde que soy pequeño, he tenido a mi hermana Mónica, la mayor, como ejemplo de persona voluntariosa. No hay más que recordarla aprendiendo a bailar sevillanas, repitiendo una y otra vez los pasos, mientras mi hermana Raquel se distraía con el paso de una mosca, dibujando láminas con tiralíneas a pesar de los manchones de tinta, recomenzando cada vez el trabajo de horas, entrenando remo como si le fuera la vida en ello, trabajando desde joven como si las empresas que le contrataban fueran suyas. Mónica le pone el alma a todo, a veces demasiada, con la frustración que eso conlleva.

Hace bastantes años comencé a coleccionar el curso de inglés que venía con El Mundo. Tal como llegaba cada semana me lo grababa en el ordenador, hacía mis ejercicios y los archivaba. Un día ella vio los fascículos con sus dvd's y las cintas de mp3. Se los llevó.

No creo que exista nadie en España que haya escuchado más veces esos cursos ni repetido todos los ejercicios infinitamente como mi hermana Mónica. Llego a su casa y la veo concentrada, con sus cascos puestos, el boli, la libreta y moviendo la boca sin emitir sonido.

Su sobrino Iván se ha especializado, con nueve años, en imitarla. Porque lleva nueve años viéndola gesticular cada frase de cada lección.

De vez en cuando, cuando llevamos varias cervezas encima en cualquier cena, le animamos a que nos diga algo en inglés. Se niega.

'Cualquier cosa, Mónica'.

Nada.

Intentamos provocarla haciéndole preguntas, le pedimos que nos traduzca alguna frase de una canción, le consultamos alguna aparición en televisión por ver si deja caer algo tras tantos años estudiando inglés.

Imposible.

En mi familia y alrededores estamos ansiosos esperando el día en que Mónica se arranque a hablar. Ese día se quitará los cascos, las gafas, tirará el cuaderno a la papelera y nos dirá:

¡No me entero de 'ná'!