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salvador-navarro.com

miércoles, diciembre 30, 2009

Tomarse en serio

A veces resulta sutil la diferencia, saber encontrar la frontera entre lo que es tomarse en serio a uno mismo y ser una persona comprometida, disciplinada, fiable, consecuente.

Mi reflexión se centra en aquellos que pasan por la vida, y son muchos, haciendo ostentación del yo. Pensar en la valía de uno y tomar este argumento como base para su desarrollo personal.

Soy un ferviente defensor de la frivolización de nuestros propios egos. Nadie es tremendamente importante, diferente, esencial.

Hay quien pasa por la vida encantado de haberse conocido. Eso lleva por caminos complicados que, en gran parte de las ocasiones, tiene como meta la más aciaga de las soledades.

Me gusta ver a compañeros de trabajo discutiendo como si les fuera la vida en ello sobre la presión de enmangue de un rodamiento sobre el alojamiento de un cárter de aluminio. Eso es pasión por el trabajo. Admirable. La decepción para con esa persona, en mi caso, viene dada por su incapacidad para asumir que un rodamiento no deja de ser un elemento inerte que se dedica simplemente a permitir que un eje ruede libremente en el centro de un taladro. Y que ahí acaba la grandeza de su trabajo.

Cuando por encima de la persona está el ser marqués, arquitecto, médico de prestigio, escritor o astronauta, ese disfraz no nos deja ver a la persona y, lo más grave, ellos se ven en el espejo con disfraz.

Es bueno ver carne al otro lado del espejo, y legañas, comprobar que cada año que se nos va tenemos más arrugas y eso no nos hace menos interesantes, sino más personas.

Sí, hablo de humildad, virtud pocas veces valorada.

Tomarse uno en serio es dañino para el equilibrio mental. Hay que quererse por cómo somos, tratar de establecer vías de progreso para ser mejor persona, buscar las maneras de sacar la sonrisa en los demás, estar ahí, con sinceridad, cuando alguien nos requiera.

Mirarnos al espejo, guiñarnos un ojo y sonreír.

domingo, diciembre 27, 2009

Air Comet

El tiempo pasa rápido, pensaría estos días Gerardo Díaz Ferrán.

En pocos días, tal vez semanas, estas pobres familias de desheredados que compraron con ahorros de años sus billetes para pasar las navidades con los suyos, en su tierra, habrán olvidado el sofocón.

De hecho, tiene la poca vergüenza de decir que él no hubiera nunca comprado billetes de su compañía.

No sólo no se digna a disculparse, sino que se arroga con menosprecio como incrédulo ante gente tan 'analfabeta', que no sabe que al hacer una compra por internet hay que estar al tanto de las cuentas subterráneas, pagarés sin fondos y mentiras consumadas a los bancos que son prácticas habituales, al menos, en sus empresas.

Y éste es el hombre que se levanta de las mesas de diálogo social con aires de grandeza diciendo en corrillos informales que el Gobierno es un desastre.

Éste, que se permite tener sin cobrar a setecientos empleados y solicita en voz baja el despido libre.

Claro que así no puede funcionar nunca un país en condiciones, señor Ferrán, con gente de su calaña, empresarios que arriesgan los sueños y los salarios de los demás para que usted tenga una silla, de hecho la silla central, de los que hacen empresa en España. ¡Qué mal ejemplo!

Afortunadamente, en nuestro querido país, hay mucha gente que se levanta bien temprano arriesgando su patrimonio para emprender, para sacar adelante negocios que son la clave de una sociedad que se quiere llamar desarrollada y respetuosa con el primer capital con el que cuenta, el humano.

Y pida perdón por el dolor causado. Aunque sea tarde, aunque parezca que es en vano.

sábado, diciembre 19, 2009

Facebook

Es un fenómeno a analizar.

Parece ser que el porcentaje de internautas asociados a facebook (o a redes sociales similares) es considerable, siendo ya de por sí llamativo el porcentaje de seres humanos (sobre todo en el mundo occidental) conectado a internet. Vaya, que es difícil encontrar una persona que no tenga más de la mitad de sus amistades en este invento.

Reconozco ser de los que se dedican a observar. Sólo puse un mensaje una vez, cuando consideré que algo importante me podía pasar, el pasado 27 de noviembre. Quería compartirlo con los míos.

Seguro que facebook no está pensada para gente tan austera como yo en los comentarios, pero observando al personal, creo que hay gente que se plantea qué habría sido de facebook sin ellos.

He tenido que sacar a determinadas personas de entre mis contactos porque escriben un comentario hasta para decir que se están lavando los dientes.

'¡Eh!, amigos del mundo mundial, que me lavo los dientes durante cinco minutos, justo después de desayunar'

Hay carne de psicólogo en estos sistemas. Uno que se dedique al psicoanálisis y descubra a su paciente en la red, no tiene nada más que pasarse por un personaje anónimo y pedirle entrar como amigo. Siempre le dejará pasar porque están deseosos de 'amigos' a los que abrirles las puertas y darles el placer de explicarles qué ropa se van a poner ese día y cómo de fuerte ponen el termostato en el cuarto de baño mientras se duchan.

El psicoanalista haría un trabajo aún más efectivo con esa información de más.

Sin pudor en las fotos, en los comentarios hacia los otros y hacia sí mismos, en un pequeño ventanuco al que asomarse porque no todo el mundo puede tener su 'Gran Hermano', para recordar a los demás que ahí están ellos.

Admitir gente, más gente, acaparar espectadores para sus vidas grises, sin saber que cuanto más 'heroicidades' huecas cuentes de ti, menos respetado eres.

Afortunadamente, son casos excepcionales.

jueves, diciembre 17, 2009

Masajes de amor

Por mi familia y mis amigos es conocido mi casi eterno dolor de espalda. Yo lo relaciono con mi época de remo, en que compartí bote durante años con un chaval a quien llamaban 'El Muerto' y del que cogí la anti-ese de su espalda a base de intentar nivelar el barco con los movimientos antisimétricos al suyo.

Los años estudiando en la Biblioteca de la Universidad tampoco ayudaron a calmar esos dolores de columna desviada.

Los mayores arrechuchos los relaciono con el susto que para mí supuso el problema de corazón que padeció mi padre y su larguísima, y tensa, operación.

Voy cambiando de fisioterapeuta, osteópata o masajista como quien cambia de pantalones vaqueros. La seducción de sus artes dura unos meses. Me envían deberes a casa para realizar todo tipo de posturas, me proponen cambiar de lado de la cama, me aconsejan pilates, natación...

En la Seguridad Social me hicieron una radiografía y me dijeron que lo que yo tenía era una pequeña desviación de columna sin mayor importancia y con una sonrisa gritaron '¡que pase el siguiente!', sin saber que el tipo al que tenían enfrente es un gran defensor de la Sanidad Pública. Snifff...

A través de mi amigo Miguel, di con la última masajista diplomada.

Llevo ya dos sesiones.

Cuando le expliqué con calma el dolor concreto que siento, dónde está situado, cómo me crujen las costillas y se me comprime todo el pecho, ella me escuchó atentamente. Puso música oriental, apagó luces, extendió gotas de aroma anti-estrés por mi pecho desnudo y me dijo que me colocase boca abajo.

Colocó sus manos sobre mi trozo de espalda dolorida y me dijo que esa zona le transmitía una infinita tristeza y muchas ganas de llorar.

¿Has sufrido alguna muerte cercana en tu vida?

Le hablé de mi madre muerta a mis 18 años.

Entonces ella me propuso un juego. Mi desesperación dorsal no podía no dejarse llevar por sus propuestas.

Mientras me masajeaba, suavemente, la espalda, me dijo que visualizara a mi madre. ¿Cómo la ves?, sonriendo -le contesté-, ¿cómo de lejos estás de ella?, a dos metros, ¿qué hacéis?, nos miramos, ¿no os tocáis?, no...

Me pidió que le hablase, a mi madre, que le dijese que la quería, y yo me agarraba a las patas de la camilla.

En ese momento me relató un cuento muy dulce, en que la Tristeza y la Rabia se iban a bañar a un arroyo. Cuando terminó el baño, la Tristeza se puso por error el traje de la Rabia.

'Eso veo en tu espalda, Salvador, tristeza y rabia que no ha podido evacuarse'

¿Hiciste el duelo debido por su muerte o lo reprimiste?; lo reprimí -le confesé.

Entonces me hizo agachar la cabeza imaginariamente y pedirle perdón por esa rabia inconsciente hacia ella por haberme abandonado. 'Ofrécele la mano, Salvador, dile a tu madre que comprendes su infinito dolor'. Yo le di la mano y mi madre me la acarició.

Mi espalda estaba relajada como nunca.

La espalda del humano más racional que conozco estaba relajada.

¿Y si fuese verdad?

Frío

Cuando llega una ola de frío siberiano como la que hemos padecido esta semana, tan desacostumbrados como estamos en Sevilla a ver el termómetro bajo cero, a mí se me despiertan determinados sentidos dormidos.

Ese golpetazo de aire helado en la cara al salir para el trabajo a primera hora de la mañana, cuando aún es de noche, me causa un efecto de subidón.

Y no me gusta el frío.

Será una sensación particular o compartida por una gran parte del género humano, nunca es bueno generalizar, ésta de sentir un cosquilleo cuando el mundo cambia.

Andamos recluidos en nuestras rutinas de temperaturas, paisajes, ruidos y olores habituales. A mí me agranda el pecho ese golpe de aire frío.

Supone despertar el cuerpo, decirle ‘ves, estás vivo’.

Si observo a la gente metida en sus coches yendo al trabajo, a los estudiantes con sus mochilas hacia la universidad, a los jubilados paseando por Torneo… los veo ensimismados en sus pequeñas burbujas de cotidianeidad, burbujas que seguramente les hagan felices en la tranquilidad que da saberse seguro.

Tal vez por todo eso soy tan partidario de viajar, de embarcarse en aviones que lleven lo más lejos posible cada cierto tiempo, para descubrir otros fríos, montañas inimaginables, lagos azules como no podríamos sospechar, aromas agresivos por distintos.

Nos sentimos seguros en nuestras rutinas y la rutina mata.

A gran parte de los humanos le gusta en cambio esa tranquilidad de no mover nada, de dejarse llevar por el día a día sin más pretensión que no sea un día diferente, obnubilados por ese perfume venenoso del calorcito de lo más cercano.

A mí un golpe de frío siberiano a las puertas de mi casa sevillana me lleva a respirar hondo y decir, ‘estoy vivo’.

lunes, diciembre 14, 2009

Dejarse ir

Quizás todos los humanos tengamos en mayor o menor medida ese miedo a atravesar la barrera del abandonarse, dejándonos ir.

Yo tomo como gran ejemplo a mi padre. Un señor de 77 años, operado a vida o muerte del corazón hace relativamente poco, viudo desde hace un cuarto de siglo, viviendo solo desde que se marchó mi hermano David de casa.

A pesar de los años vividos, los muertos enterrados, las enfermedades límites y su espíritu despistado, él sigue vistiendo impecable, manteniendo conversaciones simpáticas e inteligentes, seduciendo a sus amigas con toda la juventud de sus by-passes.

Muchas veces me he cruzado con compañeros del colegio, con vecinos, primos, colegas de trabajo, conocidos que han envejecido decenios en años. Soltando barriga, demacrados, vestidos por la simple obligación de no ir desnudos.

El cuidarnos nos lo debemos por encima de todo a nosotros. Cuidarnos para sentirnos vivos pero también por respeto a la gente que queremos.

Si supiéramos lo que alegramos inconscientemente la vida a los que nos quieren cuando nos ven guapos, atentos, vitales, daríamos la importancia suficiente a esto que puede parecer una frivolidad.

Atravesar la frontera del 'dejarse ir' siempre tiene retorno, pero cuanto más lejanos estemos de esa puerta al abandono, más difícil nos será encontrar el camino de vuelta hacia el respeto a nosotros mismos.

No es cuestión de maquillajes ni operaciones de cirugía estética, ni hablo de no saber envejecer.

La prueba está en mi padre, que aún deja el asiento de los autobuses a señores que tienen veinte años menos que él, un hombre impecable de corazón frágil.

viernes, diciembre 11, 2009

Catetos

No hace mucho estuve trabajando en la fábrica que Renault tiene en Eslovenia, nuestro principal cliente de cajas de cambio.

En un intercambio durante la comida con una ingeniera de producción, rubia, de jersey negro de cuello alto, medalla de oro bien a la vista y cara de señorita Rotenmeyer, me habló con desdén de mi vida viajero-laboral.

'Yo no tengo necesidad de viajar. En mi país lo tengo todo: sol, montaña y buena comida'.

Me decía esto mientras en el exterior caían chuzos de punta y nos metíamos entre pecho y espalda un pollo empanado que tenía más aceite que pan rayado.

'Eslovenia es precioso', le contesté. Porque lo pienso así. Ljubljana es una ciudad abierta, llena de veladores siempre ocupados por gente que reta al frío, los paisajes alpinos son de postal y la calidad de vida es aceptable.

Pero la comida me sirvió para corroborar lo que ya sabía, que no todos los catetos están en mi tierra.

No hay nada que me resulte más 'ceporro' que decir que tu ciudad es la mejor del mundo, que en tu país se vive mejor que en ningún sitio y que el sol calienta aquí más que en ninguna otra parte.
Es la definición más cercana a 'cateto' que puedo encontrar.

A mí me gusta pasear a mis amigos de fuera por Sevilla haciéndosela sentir como propia, porque a nadie pertenece. Cuando algún amigo extranjero viene a Andalucía le muestro Cádiz o Córdoba con la alegría de sentirlas mi casa.

No hay nada más hermoso para un viajero que sentirse bien acogido y pensar que, con más frío, humedad o verdor en las montañas, no hay sitio malo ni pueblos menos interesantes.

Cateto es creerse el ombligo del mundo; ombligo donde, por cierto, casi siempre se queda la pelusa.

martes, diciembre 08, 2009

Vividor

Sé que es una descripción que puede resultar en muchos casos pedante, pero a mí me gusta definirme como un vividor, en el sentido literal de la palabra.

Si miramos el diccionario encontramos la explicación a ese tono peyorativo, porque te habla de quien vive al máximo la vida... pero a expensas de los demás.

Tendré que recurrir por tanto a otro término para describir mi actitud ante mi propia existencia y la del mundo que me rodea.

La vida es compleja y dura, el mundo un valle de lágrimas para gran parte de una humanidad que sufre, se desespera, padece; sometidos a hambrunas, injusticias, ilegalidades, represiones, miseria, despotismo, maltratos.

Sé, también, que no todo es dolor.

Soy consciente de dónde vivo y trato de que mi paso por este mundo sea coherente.

¿Cómo encontrar esa coherencia definiéndome como vividor, si trato de exprimir la vida al máximo, si no renuncio a una buena cena, un viaje largo, una ópera, un libro de Auster, un vino, una excursión, una casa confortable...?

¿Cómo hay que enfocar realmente la existencia humana?

Sé que dejo muchas cosas por hacer, reconozco que no soy un héroe, ni siquiera una persona comprometida con causas mayores. Tranquilizo mi conciencia con donativos mensuales a ONG's que se lo curran, votando a los partidos que más se acercan a mi ideal de sociedad.

Trato, simplemente, de ser una persona buena, un demócrata convencido, respetuoso con el entorno en el que vive, teniendo como guía de vida los principios éticos fundamentales.

Podría ser mucho más feliz, seguro, abandonando todo y yéndome a las misiones de Nigeria o Bolivia, compartir mis conocimientos y mi esfuerzo con los más desfavorecidos. Sé que no debe existir mayor felicidad que dar a los que no tienen.

Pero no soy así de fuerte.

Mi fortaleza está en saber posicionarme, encontrar el punto crítico para buscar mi lugar en el mundo, reconocer mis flaquezas.

Trabajar con responsabilidad, dar todo el amor posible a la gente que me rodea, ser consecuente con mis pensamientos políticos, tratar de construir una sociedad sana a partir de mi voto.

Todo eso, sin embargo, no debe estar reñido a mi entender con el querer disfrutar al máximo. Tratar de buscar la belleza del universo en las pequeñas y grandes cosas, satisfacer mi curiosidad por visitar otras culturas, ciudades y paisajes, compartir mis mejores ilusiones en cenas o paseos con los míos, emocionarme ante las canciones que hablan de amor, amar a la persona que eligió vivir a mi lado.

Buscar la felicidad es nuestro derecho, casi nuestra obligación. Sintiéndose uno completo hace la vida más agradable al círculo más cercano y eso, en sí, ya es dar sentido a nuestro caminar.